Debates teológicos

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                         Una propuesta mensual para compartir inquietudes religiosas.

                                                            Diciembre, 2024

 

     "Mira a tu alrededor: todo es corrupción, violencia, traición y vicio. Las mujeres tenemos que pisar la calle con la cabeza cubierta, con el rostro oculto; vosotros no. Este es un mundo hecho por varones. Dime tú que Adán habría sido más fuerte frente a la serpiente que Eva y me callo".

                                                                     Capítulo II, Lázaro y Jesús, el evangelio de la amistad.   

 

     El catolicismo necesita sentir sus rutinas conmovidas por el estremecimiento de un Espíritu vivo, necesita que los ojos de la comunidad sientan de nuevo el abrazo de la luz. La comunidad ha de buscar la luz, ha de anhelarla y no conformarse con sus restos simbólicos. 'Dios' y 'día' proceden de una misma raíz etimológica: *dyeu (luz). Las palabras pronunciadas por el papa Francisco sobre la asimetría eclesial son cristalinas: "La Iglesia debe tener cuidado de no caer en la peste del clericalismo, en la peste de la mundanidad espiritual". Las puertas de los templos han de permanecer siempre abiertas. Para entrar desde el mundo y buscar intimidad, reposo y curación espiritual; para salir al mundo y dar cumplimiento al mandato de Jesús. La verdadera eucaristía, como asegura un fantástico diácono que viene a oficiar misa a la parroquia de Palo Blanco de vez en cuando, comienza cuando damos testimonio de Cristo en nuestras rutinas, cuando la luz de Cristo llega a los rincones de la vida común. El recinto sagrado no es el corazón del cristianismo. El corazón del cristiano es el recinto sagrado. La esperanza evangélica se intoxica por su exposición a la polución del rito fabril. No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín. El murmullo de un beato sin conciencia desagrada al Señor. Toda la construcción cultual levantada alrededor de Dios se convierte en ofensa cuando no viene avalada por un compromiso fraterno con los más desfavorecidos. No hay una sola parábola bíblica que prefiera la contemplación estática a la acción solidaria, valiente y compasiva. El templo se inventó para el hombre, no el hombre para el templo. La figura del capataz litúrgico, que azota y amenaza, y la del pastor apostólico, que escucha y acompaña, no maridan, pertenecen a ecosistemas espirituales distintos. Templo, rito y sacerdote son conceptos compartidos por todas las religiones. Piénsalo sin rasgarte las vestiduras. No aportan especificidad al cristianismo. Ahondar esa vía cultual nos reconcilia con el mecanicismo y con el contractualismo pagano que buscaba complacer a la divinidad (divinidades) a través de la etiqueta ceremonial y que compraba el indulto a base de intercambios sacrificiales. Templo, rito y sacerdote sin más nos conducen a una solemnidad deshumanizada capaz de normalizar los arrabales de la injusticia y del dolor al otro lado de las murallas del club. Por los frutos conoceremos la calidad del árbol. ¿Nos recomendó Jesús que nuestra relación con Dios fuera exclusivamente sacramental? Creo que nos pidió otra cosa mucho más sencilla, mucho más arriesgada y comprometida: rendirle tributo a Dios a través del amor al prójimo. Hace ya veintinueve siglos, el Yahvé veterotestamentario lo dejó meridianamente claro, pero no escuchamos. "Cuando extendéis las manos me cubro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda. Venid entonces, y discutiremos. Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana" (Isaías 1,15-18).

     En cualquier religión, el itinerario extático se articula como dimensión angular y determinante de su práctica. El protocolo ceremonial determina la proximidad entre la criatura y el creador; pero el problema para el cristianismo estriba en que no es una religión cualquiera. Jesús rechazó la autoridad y el boato anhelados por los apóstoles (Marcos 10,35-45). Ni Salomón en todo su esplendor vistió como los lirios del campo. Ni siquiera la más suntuosa liturgia oficiada en la basílica de san Pedro podrá competir con la mano que se tiende para sacar al desdichado de un apuro. Secundar la deriva de una sociedad injusta y egoísta incapacita para buscar el arrullo de un Dios comprometido con su creación. Solo aquellos que desprecian al Señor intentan engañarlo o comprarlo con letanías algodonadas e incienso desinfectante. Una persona religiosa, desde la perspectiva evangélica, no es aquella que asume la pasividad sacramental, sino aquella que, en nombre de Jesús, comparte el dolor ajeno, se desprende de lo que posee y construye un mundo mejor. No se puede fingir la voluntad divina, hay que llevarla a cabo. El cristianismo no cabe en la teoría de un protocolo irreprochable; el cristianismo se demuestra, a base de aciertos y errores, en la construcción de un entorno solidario que reivindique el reino de los cielos. ¿A cuántos enfermos curó Jesús? ¿A cuántos pecadores perdonó? ¿A cuántos marginados acogió? Cada uno de nosotros, desde su esfera personal, ha de alimentar al hambriento, proveer de agua al sediento, hospedar al forastero, vestir al desnudo y consolar al afligido. Cristo llama a los que sufren "mis hermanos más pequeños" (Mateo 25,40). El pálpito de la experiencia cristiana arranca en el otro, en su necesidad de compañía, no en la ingeniería teológica ni en las categorías sacramentales posteriores. No se trata de fabular con lo que hizo el Mesías o de repetir desde la indolencia lo que dijo, sino de promover su legado a través de acciones concretas. Somos los trabajadores de la viña, los jornaleros, los criados; no los propietarios de la heredad. No podemos permanecer impasibles ante el deterioro del mundo. La Iglesia no puede ser el arca que resiste el diluvio y protege a sus pasajeros de la tempestad, la Iglesia está llamada a ser el gran barco de salvamento marítimo que recoge a los náufragos. José María Castillo nos recuerda que "la forma de vida y las enseñanzas de Jesús encontraron una resistencia y un rechazo creciente y peligroso, no entre los ateos o los pecadores, sino entre los más fanáticos observantes de la religión". Hay un modelo erróneo de catolicismo que ha expulsado a la mujer del rectorado de la Iglesia, una opción ritualista que ha transformado el huerto eclesial en una rosaleda repleta de zonas vedadas. El clérigo, como miembro de una casta separada, sagrada y superior, no encaja en el proyecto de Jesús. El laico, como accionista, agente y especulador de una inversión ritual que no tributa fidelidad al evangelio, tampoco. No somos cristianos en este mundo para escapar de la injusticia, sino para acabar con ella. Cristo nos lo advirtió: "El reino de Dios está cerca". Nuestro creador canceló las distancias. En palabras del papa Francisco: "Vino a nosotros, vino a nuestro encuentro". Se hizo humano para enseñarnos qué hacer con nuestras vidas, cómo hacerlo y por qué hacerlo. Cuando tengas dudas sobre tu fidelidad a Jesús pregúntate qué haces por los demás, cómo lo haces y por qué lo haces.

 

                                                             Noviembre, 2024

 

     "La fe no es agua y la razón aceite. ¡Dejad de asustaros, criaturas de Dios! ¿Por qué enemistar la inteligencia con la esperanza?".

                                    Coda, Lázaro y Jesús, el evangelio de la amistad.

 

     Todo ser humano, a lo largo de su vida, se enfrenta con mayor o menor intensidad a una serie de preguntas radicales. ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Para qué estoy en este mundo? ¿La tragicomedia de la consciencia acaba cuando baja el telón de mi muerte? ¿Por qué la enfermedad devastadora, la aflicción y la injusticia? ¿Existe Dios? ¿Qué quiere de mí? ¿Qué relación he de tener con él?

     Los únicos narcóticos que pueden evadirnos de este encuentro con la verdad última son, de un lado, la renuncia al propio combate intelectual a través de la insignificancia, es decir, rechazando profundizar en nuestra razón e identidad, ardiendo en el placer hedonista, consumiendo y acaparando sin descanso. Por otro lado, logramos escapar de nuestras preocupaciones más incómodas gracias a la utilización de chuletas dogmáticas. Con ellas superamos el examen trascendental que nos escruta. Copiamos las respuestas sin saber lo que copiamos. Apostamos por no pensar, decidimos no ser ‘yo’ para evitar el sufrimiento, el miedo y la duda. Asumimos sin reflexión lo que la masa (o el grupo purificado) impone y somos lo que otros dicen que seamos. Sin embargo, los interrogantes sísmicos nos aguardan, como lobos hambrientos, en las encrucijadas de la experiencia personal. Esperan pacientemente nuestro paso por ese recodo del camino en el que habremos de encontrarnos cara a cara con los temores, la vacilación y el dolor. Como escribiera Oscar Wilde: "A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante"1.

     El ateísmo intelectual afirma, de la mano del profesor Dawkins y otros exaltados, que la religión se parece mucho a un cuento de hadas destinado a quienes temen la oscuridad. Desde la palestra de lo sensitivo se menosprecia lo trascendente por no ser mensurable. Ahora bien, rechazar la gran pregunta sobre Dios representa un acto de irresponsabilidad académica. Despreciar la posibilidad de Dios encarna una embriaguez materialista peligrosísima. Reconocer el vacío y el caos sin darle una oportunidad a la plenitud y al orden es un ejercicio de hemiplejia mental. Defender la razonabilidad de la mecánica cuántica y negar la racionalidad de Dios supone un auténtico disparate. Contemplar la fascinante arquitectura biológica al tiempo que se prescinde de la milagrosa solidez estructural de sus cimientos provoca sonrojo. Hablar de deriva anárquica y no de teleología evolutiva atenta contra las propias reglas de juego de la lógica. Nos lo recuerda el mismo Einstein: "Dios es un misterio, pero un misterio comprensible. No tengo nada sino admiración cuando observo las leyes de la naturaleza. No hay leyes sin un Legislador".2 Sobran motivos para responder a la vehemencia nihilista con la brillantez del gran John Lennox: el ateísmo es un cuento de hadas para aquellos que temen la luz.

      Lo que está en juego no es generar veredictos elaborados, sino ofrecer respuestas acertadas. De nada vale proponer una certeza impactante si la solución que aporta no es la correcta. El fisicismo sabe que no puede abarcarlo todo. La realidad tiene sus fronteras. De ahí que gran parte del colectivo irreligioso disimule su enorme frustración por no poder cerrar el círculo metafísico de la inteligencia otorgándole a la nada y al azar una condición de yunque y martillo con los que machacar cualquier propuesta esperanzadora. El cuello de botella positivista se encuentra con un corcho que se idolatra como argumento definitivo. Toda la historia del vino se circunscribe al espacio que hay entre el fondo del vidrio y el tapón. Nada de fermentación previa en barricas, nada de vendimia, nada de cepas, nada de campo, nada de lluvia, nada de sol. ¿Y si la explicación total del universo se pareciera a un témpano de hielo del que solo podemos reconocer un tercio de su volumen porque el resto permanece debajo del océano? ¿Y si la ciencia dejara de pretenderlo todo y asumiera su especificidad? Cuando el empirismo, disfrazado de Calígula, ambiciona convertirse en cosmovisión, destroza y ejecuta las propuestas que le resultan irritantes. Reproduce en sus actitudes las palabras que el historiador Filón pusiera en boca del cruel emperador: “¿Cómo se atreve alguien a enseñarme a mí, que antes aun de ser engendrado fui modelado emperador? ¿Cómo se atreve un ignorante a enseñar a quien sabe?”3. La pólvora se descubrió en China cuando unos alquimistas del siglo IX intentaban crear, por mandato regio, una pócima para la inmortalidad. ¡Triste utilidad la que se le ha dado a un hallazgo que reivindicaba la eternidad! La razón no reniega de Dios. Rechazar la existencia de un creador es una elección, no una conclusión; es una opción voluntaria, no una consecuencia inevitable.

     La inteligencia llega al límite de sus posibilidades exhausta, violentada por la desconfianza, el fracaso y la insuficiencia. Aquella mente que intenta dar una explicación a todo, al todo, cae rendida de agotamiento y congoja. Por eso la fe, parafraseando a Lucas 10,25-37, es como el buen samaritano que, al encontrarse a la razón exangüe junto al camino de las respuestas, se compadece de ella, se acerca hasta donde está y, echándole ilusión y amor en la herida de la impotencia, la sube en su propia cabalgadura, la lleva a una posada y la cuida para que se recupere del todo y pueda continuar su viaje hacia la plenitud.

 

1. Wilde, Oscar, La importancia de llamarse Ernesto, Visor, 2009.

2. cit. en William Hermanns, Einstein and the Poet: In Search of the Cosmic Man (1983), p. 106

3. Dando-Collins, Stephen, Calígula, el emperador loco de Roma, Esfera de los libros, 2021.

 

                                                                Octubre, 2024

   

     "¿Quién en su sano juicio defiende que un padre disfruta viendo a sus hijos tristes, temerosos y humillados? Ser hijos de Dios es un regalo, no un tormento".

                                      Capítulo I, Lázaro y Jesús, el evangelio de la amistad.

 

     Fíjate en la frase evangélica "el que cree en él no será juzgado" (Juan 3,18). Encierra un poderosísimo mensaje teológico: Dios no nos rechazará jamás si creemos en Jesús, aunque seamos débiles y torpes. Confiar en la humanidad de Dios nos acerca a su amor. La aprobación divina no se obtiene tras superar duros ejercicios de perfección moral, no existe un talante opositor de mérito y capacidad que nos aleje o acerque al afecto de un creador inflexible. La fortaleza de la fe se sostiene en la amistad con Cristo. ¿Quién si no el Hijo para mostrarnos al Padre? El Señor nos quiere desde el principio porque somos sus criaturas. Nos acepta, aunque le desesperemos; nos responde y perdona con gozo cuando lo buscamos sinceramente. De Él venimos y a Él hemos sido convocados. ¡Por eso podemos llamarlo abbá! No 'padre', sino 'papá'. Desde el instante en el que acogemos a Jesús como epicentro de nuestras vidas, Dios nos recuerda que su constelación de la Verdad destella en el cielo nocturno de la existencia, esperando acompañar nuestros actos, lanzándonos un mensaje de tranquilidad. Aquel que nos creó libres reconoce nuestro yo más profundo a través de la bruma de los errores y la opacidad del egoísmo. Se hizo hombre para que lo comprendiéramos mejor, para dejarnos claro que Él, mejor que nadie, nos comprende.

     Nos empeñamos en llamarlo rey y soberano, exaltamos su poder y su gloria, pero olvidamos que el Hijo no vino a este mundo a ser servido, sino a servir; no vino a exigir lealtad, sino a demostrarla. Dios no quiere vencer, quiere convencer. No anhela nuestra sumisión, sino nuestra convicción. Le colocamos a Cristo una corona de oro sobre la cabeza a pesar de que él se dejó poner una de espinas. Jesús nunca pretendió hablarnos del Padre como si fuéramos sus esclavos; jamás buscó nuestra humillación como criaturas, sino nuestra exaltación a través del compromiso con los débiles y desafortunados. "Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó" (Génesis 1,27). Nuestra identidad refleja y acoge un fulgor divino que se siente cómodo en la condición humana. No hemos de avergonzarnos de la grandeza que nos habita. Cristo nos consideró amigos. Rechazó llamarnos criados (Juan 15,14-15) al reconocer en nosotros la capacidad de comprender la voluntad del Padre. ¿Por qué seguimos entonces empeñados en adjudicarle unos atributos y unos métodos que desdeñó? ¿De nuevo nos tienta la serpiente al hacernos desconfiar de la pedagogía divina y por eso pretendemos enmendar su personalidad con una pátina rigurosa y formal heredera del rigorismo fariseo que nada comprendió? Busquemos sobre todo el reino de Dios y su justicia. "Practicar el derecho y la justicia, el Señor lo prefiere a los sacrificios" (Proverbios 21,3). Mateo 7,21 es tan explícito que deslumbra: "No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos". ¿Por qué cuesta tanto entender que el cristianismo se basa en hacer la voluntad del Padre? 

     Cuando miramos hacia el amor encontramos el camino que nos lleva a casa. Hace años escribí estos versos: "Si el norte de tu brújula apunta al deseo, / siempre llegarás a ninguna parte; / si te guía hacia el AMOR / nunca te encontrarás perdido"1. La ternura ontológica está ahí, aguardando a que afrontemos con fe los retos que nos esperan. Sus destellos corales centellean en el horizonte para romper la crudeza de una oscuridad que no debe desesperarnos. Dios no deja de mostrarnos el trayecto hacia nosotros mismos. La Iglesia, como sacramento de salvación, nos acompaña y acoge. La revelación, el compromiso moral de otras personas, la razón misma y nuestra propia conciencia nos permiten admirar y comprender la realidad, nos invitan a hacer lo correcto, nos sostienen a fin de que no nos rindamos ante el dolor y no perdamos la orilla de la esperanza al ser arrollados por el sufrimiento. La libertad se parece mucho a un caballo de sangre caliente. Hay que aprender a embridarlo para no caer una y otra vez, hay que aprender a montarlo cayendo una y otra vez. Cuanto más damos más recibimos, cuanto menos damos más arrebatamos. Somos la nube que regala lluvia a la tierra hambrienta y también somos esa nube que, pasando de largo, niega el agua a quien más la necesita. A la vez, personificamos el huerto que recibe el alimento refrescante del afecto o el cultivo que se reseca y cuartea de soledad. Jesús nos recuerda que, a pesar de nuestro propio desprecio, a Dios le importamos muchísimo; nos asegura que del pabilo de cualquier alma siempre podrá prender el bien, aunque nuestras hebras parezcan descompuestas y sucias. Peor que mentir a los demás es mentirse a uno mismo, peor que traicionar a quienes nos rodean es traicionarse a uno mismo. La maldad nunca representa una victoria frente a los otros, sino una derrota ante nosotros mismos.

     "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Juan 8,12). Pero ¿qué sucede cuando la aflicción cubre de pronto el firmamento, cuando la tormenta enturbia las estrellas, cuando la luna nueva se adueña de los sueños, cuando los neones hedonistas de la tentación nos deslumbran? ¿Dónde encontramos al Padre en esos momentos de turbulencia e incertidumbre? Tranquilo, tranquila. No te sacrifiques sobre el altar del cinismo creyendo que así comprarás la simpatía de un destino atroz. No dudes de Dios, no dudes de ti. Simplemente detén el paso y respira hondo. El descanso y la pausa forman parte de la aventura. El optimismo no elimina las adversidades. Aunque nos sintamos perdidos, no estamos solos. El Señor no te ha abandonado. Jamás lo hará. La comunidad eclesial tampoco. Recuerda la frase de Agustín de Hipona: "No quieras derramarte fuera, entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior habita la verdad"2. Date una oportunidad, date siempre una oportunidad y busca a Dios en tu corazón. Criba tus pensamientos como hacen los buscadores de oro. Ten paciencia contigo. Somos terreno fértil invadido a ratos por la mala hierba. Desbrozar nuestras inercias anticipa el triunfo de la voluntad. Conociéndonos, aceptándonos y superándonos podremos reemprender la marcha sabiendo que el Espíritu Santo habita en nosotros. El sentido de todo viaje es regresar al hogar. La inteligencia y la fe deben entenderse como la brújula y el sextante que facilitan la travesía existencial. Como es arriba es abajo. Cada uno de nosotros cuenta con un motor cristológico en lo más profundo de su identidad. ¡Hazlo rugir! Aceptando a Jesús jamás nos sentiremos perdidos. Todo el que cree en él no perecerá, sino que tendrá vida eterna (Juan 3,16). ¡Sabremos de dónde venimos, dónde estamos y a dónde nos dirigimos!

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1 Espinar Mesa-Moles, José María, Límite 45, ediciones Kokapeli, 2019.

2 San Agustín, De la verdadera religión, 39,72.

Citas bíblicas extraídas de la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, ediciones BAC.